LAS ESTACIONES
Los ojos de mi hermana brillaban como sus dientes. O sus dientes relucían como sus ojos. Tenía seis años y yo ocho, y aún hoy la recuerdo, deslumbrante, con una alegría de asombro cuando vio el tren eléctrico que me habían traído los Reyes. Tenía su muñeca en los brazos, y la sostenía con la familiaridad de un amor infinito, a pesar de que acababa también de encontrarla, junto a sus pequeñajos zapatitos de resalada niña.
Los ojos de mi hermana brillaban como sus dientes. O sus dientes relucían como sus ojos. Tenía seis años y yo ocho, y aún hoy la recuerdo, deslumbrante, con una alegría de asombro cuando vio el tren eléctrico que me habían traído los Reyes. Tenía su muñeca en los brazos, y la sostenía con la familiaridad de un amor infinito, a pesar de que acababa también de encontrarla, junto a sus pequeñajos zapatitos de resalada niña.
Sólo dijo una cosa: “¡Poncho!”.
Ella me llamaba Poncho , y en consecuencia, todos en casa, me llamaban Poncho.
Yo la llamaba Momu y comprendía su cara. A veces íbamos con papá a la estación vecina a ver pasar el tren. Eran días especiales aquellos de nuestra infancia. Papá era alegre y lo que no sabía se lo inventaba, llenando así el vacío de la ignorancia con imaginación y fantasía. Por todo ello, para nosotros dos, los trenes eran un mito.
Pero encima, un día que íbamos con mamá a comprar dulces de Navidad, en un escaparate que estallaba de luz, y que estaba en el bazar de la calle Principal, descubrimos algo hipnotizante: Un tren, al que no le faltaba un detalle, giraba y giraba, rodeado de alegría y juguetes.
Desde que lo descubrimos o desde que se nos apareció-aquel escaparate de luces fue una aparición -siempre que íbamos con ellos, con mamá y papá, les pedíamos que nos dejaran estar un rato viéndolo.
I
No sabíamos qué pasaba, pero los gritos y las voces que se daban nuestros padres nos asustaron. Estábamos quietos y tristes en un rincón de la habitación donde solíamos jugar.
Aquello no acababa.
Entonces Momu, decidida, me cogió de la mano y me guió a la calle. Aunque ella era un comino tenía más determinación que yo, y me dejé ir.
II
Me llevó hasta el escaparate del Bazar Principal. Los soldados de plomo, las muñecas, el mecano, los arcos y las flechas, los coches, los vestidos de más muñecas, las luces, la alegría, la música, el ruido de la calle iluminada y, sobre todo, el tren ...¡nos ensimismaron!.
Ocho y seis años, los dos cogidos de la mano, absortos y deseando ser absorbidos, huimos hacía nuestro sueño y pronto olvidamos todo.
III
“Ves, te dije que estarían aquí”. Era la voz fuerte, cálida y como de un clarín, de papá.
Los dos volvimos las cabezas como rayos. Eran papá y mamá. Ella nos besó y apretó con fuerza. “Me he llevado un susto de muerte”, dijo dos o tres veces.
Todo volvió a ser hogareño, cotidiano y protector hasta hoy, en que este regalo-el tren-me llena de una emoción húmeda, recordando aquella avalancha de emociones: mamá, papá, Momu, el olor de los días, la alegría de las noches, la espera de los Reyes, la infancia...cuando hay suerte.
A
Los hierros podrían achicharrarse del calor que hacía. La máquina resoplaba rugiente. No había mucha gente en los andenes, pero la que había, quieta o en movimiento, transmitía actividad. Yo miraba la inmensa longitud de aquel tren.
-“Poncho, éste es el tuyo”-
La voz de papá, como la orden de un líder, puso en marcha a toda la familia. Él cogió la maleta, mamá la bolsa de viaje, mi hermana llevaba los tebeos, y yo me vi sin nada en las manos, cargando, eso sí, con una emoción que podía aplastarme con su peso.
Había acabado Tercero de Bachillerato Elemental, y estrenaba, además de los pantalones largos, los trece años. Iba a ser mi primer viaje en tren solo. Para ir a Vigo a pasar el verano, que parecía arrancar regalándole a Junio un día de Agosto.
B
Mamá, Papá y Momu estaban abajo ,en el andén. El revuelo que generaba en mi la ansiedad del momento, me hacía no ver que me iba a separar por unas semanas de aquellas tres personas que eran la vida.
-“Poncho, el tuyo es el más largo”-, dijo mi hermanilla, y me sentí orgulloso de esa simple circunstancia.
Estaba en un compartimento de primera clase. Mis padres habían pensado que así iría mejor y más protegido, por eso habían hecho el esfuerzo de sacarme un billete más caro.
La despedida se prolongó con los consejos y recados que luego, tanto y tanto, se repetirían en tantos y tantos viajes....Hasta que el pitido de nuestra máquina me recordó la placa del "es peligroso asomarse".
-“Ten cuidado con la carbonilla”- dijo papá, tratando de advertirme con el "ten cuidado", y tratando de animarme con "la carbonilla" ,como si no pudiera pasarme nada más.
-“Poncho come. No dejes de comer.¡Quiero verte guapote”-
Tranquila mamá.
-Mándame una postal de Vigo, Poncho. No quiero que te vayas”-¡Cómo te quiero, hermana mocosuela!.
C
El reservado estaba vacío. Sólo iba yo en el compartimento. Sentado allí, en uno de aquellos seis imponentes asientos, mi mente estaba vacía de pensamientos y llena de sensaciones. Las afueras de la ciudad se esfumaban a la velocidad del tren. El puente de hierro sobre el río, el túnel de Valorio, los carros cargados de chatarra, el campo cada vez más plano y más seco.¡Qué de emociones!
La puerta del compartimento se abrió. “Aquí hay sitio Luciana”. No miré. “¿Está ocupado?”. “Creo que no”.
Eran un matrimonio joven con un bebé. Ella era muy guapa. Seguro que si la vieran los compañeros de curso dirían alguna burrada.
Se instalaron. Maletas a las rejillas. El moisés con el niño ocupando dos asientos, tras levantar el reposa brazos que separaba estos. Él a mi lado, en la dirección de la marcha. Ella, vestida de verano, frente a mi, en la ventanilla.
Estaban contentos y él me preguntó muchas cosas, hasta que la monotonía invitó a sumirse en el viaje.
D
Era muy morena. Con los labios muy pintados de rojo y una falda tubo también roja. Sonreía mucho, y su boca atraía la atención de mis ojos cuando reía.. La pesadez del viaje la hizo despreocuparse varias veces de su forma de sentarse, y reflejadas en el cristal de la ventanilla le pude ver las piernas. Hasta que agobiados por un sol vengador, su marido bajó todas las cortinillas, tanto de la ventana como de las cristaleras que daban al pasillo. Me quedé medio dormido.
-“Estamos en Astorga”-Creo que esta fue la frase que me despertó.-“Voy a ver- Y el hombre se fue, cerrando bien tras de sí el departamento.
Entorné, haciéndome aún el dormido, los ojos, para espiar las piernas de aquella mujer tan guapa. Se estaba dando perfume por el cuello y se peinaba mirándose en un espejo de mano.
El tren arranco entre más chirridos que nunca, y ella se fue desabrochando la blusa- negra y de botones blancos grandes-.
Cuando acabó tiro de ella hacía fuera para salvarla de la falda. Sus tetas quedaron al aire. Me hice más el dormido que nunca.....era la primera vez que yo veía a una mujer desnuda.
Tenía los pezones- entonces aún creía que se llamaban pescozones- muy negros y gordezuelos, y una tetas enormemente blancas y rebosantes.
El latido del corazón, el tan-tan-tan-tan monocorde de las ruedas en los raíles, y algo extraño que ocurría dentro de mis pantalones, estuvieron a punto de hacerme morir de infarto por primera vez.
El marido no venía y ella se puso en pie para coger al niño. La blusa, como si fuera mi cómplice, se apartaba para dejar aparecer aquellos pechos de joven y radiante madre.
Sacó al bebé del cesto y lo puso en el asiento, que poco antes ocupaba ella, para cambiarlo. El rapazuelo estiraba sus microbianas manos, y de vez en cuando le agarraba las tetas, pellizcándolas en su torpeza.
La madre disfrutaba del juego y lo prolongaba, incitándole con rápidos descensos que ponían junto a los labios del niño uno u otro de los rugosos pezones.
Yo me sentía muy mal. Calor, sudor, palpitaciones y el pito, que lo notaba hinchado. Me estaba poniendo malo por estar espiando; era un castigo. Apreté los ojos.
Pero no podía. Los abrí un poco y la vi sentada frente a mi, con el niño en brazos, dándole de mamar. La blusa seguía abierta de par en par. Su cara tan guapa, sus labios tan rojos, y sus tetas, ofrecidas no al hijo sino al aire, desnudando su alma; son el sello, la firma y el parto de mi adolescencia.
Tuve mi primera erección y el primer regalo de vida de la vida.
I
No creo que el adulterio se produzca porque se busca una mujer mejor de la que se tiene. Tampoco creo que surja forzosamente de una situación matrimonial previa negativa.
Me encuentro mas bien entre los frívolos (frívolo, dícese de aquel que dice la verdad sin que sea necesario ) que consideran que el hombre (y la mujer) son polígamos por naturaleza, y que por tanto, al ser fiel, el ser humano lo que hace es vivir una continua sucesión de actos –renuncia-contra natura.
Por eso he sido adúltero y por eso, por ser contra natura todo lo demás, aún recuerdo aquel momento, ¡por contraste!. Si hubiera sido mil veces adultero posiblemente no recordaría ningún adulterio.
II
Debía viajar con mi secretaria-diez años más joven-a Paris. Para terminar ciertos asuntos y detalles y ahorrar, en el departamento , se convino que se hiciera el viaje en tren.
En el compartimento de literas que nos correspondió nos tocaron unos compañeros de viaje tan olorosos, ruidosos y mocosos, que tras tomarnos unas copas en el vagón-restaurante, consideramos sería más interesante el que intentáramos conseguir dos reservas en el coche-cama. Lo hice y fue posible. Cambiamos allí los equipajes, y nos fuimos a cenar.
La naturalidad con la que se desarrolló todo el proceso, contrastado con el blanco inmaculado de las sábanas que luego tendríamos que usar, me hicieron, ambas cosas, hechos y pensamientos, mirar a Julia con ojos golosos.
Al tiempo, la buena comida, el sabroso postre, el excesivo vino, el exquisito café y la propina del licor, colorearon sus mejillas, desataron sus risas, liberaron su mente, acentuaron sus curvas, provocaron su coqueteo y ablandaron sus prevenciones.
III
La velocidad del tren me dio velocidad a mi, y el traqueteo me jaleaba para intentarlo. Por eso, nada más poner el cerrado-ocupado del reservado, comencé a desnudarla. Aun antes de besar su boca.
Se dejó hacer; no en forma pasiva sino participando y bastante. La facilidad con que ocurrió todo añadía fuego al fuego .
-“Estás como un tren”- Y rió mi comentario.
Mientras estuve en su túnel me dediqué a oír todos los ruidos que allá en la noche, surcando la oscuridad, resplandeciente de luces, hacía aquel larguísimo con-voy.
Ella gemía sin parar. Era como si el propio balanceo del vagón estuviera haciéndolo todo.
Yo seguía quieto, viviendo el presente, sin acordarme de nada. Si en el placer aparece un recuerdo en el camino, puedes descarrilar.
A
Aunque también hay otro placer. El del recuerdo precisamente, y por ello ahora siento placer.
La mujer de mi vida (tú) va arrebujada en mi costado, su cabeza sobre mi hombro. Es amor verla así :dormida, confiada plenamente a mi. Qué guapa fue. Que guapa es a pesar del montoncito de años que tenemos ya ¡88 y 83!.
Y ella confía en mi ¡que ya lo temo todo!.
Murieron mis padres, murió mi hermana, se van los amigos, se apagan las luces de la actividad alrededor de uno. Esto se pone melancólico, y yo sigo aquí, en un tren; ahora camino de la boda de un nieto, hijo de un hijo al que hace tiempo no veo. Se me ablandan los ojos y lloro por menos de nada.
Pero vuelvo a encontrarme en un tren. Después de tantas vueltas, después de tanta vida, me vuelvo a ver en un tren. No importa que sea ultrarrápido, lujoso y como un ómnibus.
Me se todos sus ruidos de memoria.....porque me los aprendí cuando jugaba con mi alegre hermana, porque se me grabaron en el alma cuando aquella mujer desabrochó su blusa, porque los repasé y repasé en mi acto adúltero, y porque son ahora como la nana que le canto a la mujer de mi vida (a ti).
Pacomolina de Zamora