ALTA FIDELIDAD
- Freno de mano echado.
- Freno de mano levantado.
La primera frase la pronunció el R-25 que hacía escasas semanas había recibido, como regalo de su suegro, Raúl Almendros.
La segunda, en clara réplica a la primera, la dijo Matilde, al tiempo que pasaba su mano extendida por la bragueta de su marido, Raúl.
Rieron.
Llevaban unos meses de una felicidad buscada y encontrada.
El que mejor resumía la situación era el segundo de sus dos hijos, que contaba, a todo el mundo que se le ponía a tiro, que su padre era un yuppie, porque ya podía gritar "YUPIII, tengo un yate".
Los padres enseguida aclaraban que sólo era una motora con camarote, mientras los contertulios de turno hacían fiestas sobre lo acertada que era la definición que el niño daba al término yuppie.
Ni qué decir tiene que al niño todos los que le conocían le llamaban Grouchete, nombre que le puso su abuelo-materno en homenaje a sus ocurrencias.
I
Matilde sacó la cabeza que había metido por la ventanilla del coche para besar a Raúl y ponerle un "trailer" de lo bien que le iba a recibir si volvía pronto.
El coche, que ya estaba en marcha, parecía querer arrancar.
–Estás muy guapa. Cuidaros. Vendré volando.
- Anda ya, cómo no vas a venir volando si te vas a Africa -gritó, desde segunda fila de despedida, Grouchete, haciendo una vez más que sus progenitores segregaran saliva, prestos a que se les cayera la baba ante lo ingenioso que era el pequeño para tener sólo 9 años.
II
El Renault hizo en tono majestuoso el corto recorrido que, entre otros chalets de la urbanización, había hasta la carretera general.
Cuando entró en ésta, su instalación de alta fidelidad funcionaba en toda su plenitud. Raúl recordó que debía estar atento a la fábrica de Pepsi-Cola pues a continuación venía el desvío hacia el aeropuerto, y también recordó su propia vida:
Su pasión por la música clásica, su gran capacidad de trabajo y sacrificio, su titulación en abogacía y economía, su feliz infancia, su juventud y adolescencia entre libros de estudio, su reciente ascenso en la empresa a vicegestor, su primera novia y luego mujer, Matilde, y sus dos hijos Juan y
Grouchete.
- Velocidad no adecuada –
¡Ah! y su flamante R-25, que ahora, como protestando por el olvido de su dueño, interrumpió su pensamiento recordándole que desperdiciaba gasolina.
Había sido antes de la Semana Santa cuando le notificaron su ascenso en la empresa. Tres escalones de golpe, algo nada frecuente, y que le hacía ser una de las seis personas más importantes, en la península, de aquel emporio internacional.
Su suegro, hombre influyente y respetado político conservador les regaló entonces, para celebrarlo, el R-25. Él, por su cuenta, había comprado la alta fidelidad, lo mismo que lo hizo en su día para el chalet, para el superático en Madrid y para su despacho en la empresa.
La música, sobre todo la clásica, en alta fidelidad, era una lujosa vocación de la que le gustaba disfrutar y presumir.
III
Matilde, licenciada en derecho, conoció a Raúl cuando llegó a la Facultad.
Él ya estudiaba quinto, y ella era la niña, con sólo 18 años, que siempre había soñado su padre, virgen de virgo, virgen de mente y virgen de vida.
No conocía la zozobra, ni el sinsabor, ni la renuncia, milagro al que habían contribuido la situación económica y social de su familia, el colegio de monjas que le habían buscado desde pequeña y, sobre todo, su gran capacidad para no necesitar lo que no conocía.
Y como no conocía el amor no lo necesitó, y como no conocía la aventura, no la echó de menos, y como no conocía el deseo, no tuvo que buscar placer.
Raúl le pareció interesante, sobre todo cuando oyó a su hermana comentar que "qué bueno estaba". Le pareció también formal y buena persona, lo que unido a su expediente plagado de sobresalientes, le hicieron pensar que podía ser un buen novio. Si bien esta parte de su razonamiento, se unió al amor por él por deducción y no por emoción, ya que le molestaba pues no quería que existiese la menor duda, y menos para ella, de que no se había casado por interés.
Vamos, si además su familia era mucho más rica que la de él.
Si feliz es el que nada necesita, Matilde era feliz. Lo que necesitaba lo tenía y lo que no tenía, no lo necesitaba.
Sabía que no estaba mal, aunque le hubiera gustado tener mejor tipo, nadie la podía tachar de inculta pues "tenía derecho", había parido dos niños preciosos que crecían sanos e inteligentes, y su marido había triunfado profesionalmente.
IV
Mientras esperaba la salida del avión, Raúl pensó en Matilde.
En realidad, el guardagujas que cambió sus encarrilados pensamientos, haciéndole pasar de la vía profesional (recordaba que iba a Guinea a un congreso técnico-legal de multinacionales) a la vía de su mujer, fue otra mujer, que sentándose frente a él, en la vacía zona de espera de una bochornosa tarde de agosto, cruzó las piernas con tan poco cuidado que le permitió apoderarse de parte de los secretos de ella.
Ahora, él sabía que la guapa y elegante chica, que seguro que iban a mirar muchos hombres, llevaba unas bragas blancas, tan pequeñas que no ocultaban todo el vello del pubis.
Raúl no era un hombre mujeriego, no buscaba coños. Tampoco era un hombre reprimido, sabía distinguir lo bueno de lo malo; ocurría que su primera novia había sido Matilde y él le había prometido una y mil veces serle fiel como prueba de su amor; lo que unido a que en la noche de bodas descubrió que, además de buena, educada y limpia, estaba buenísima, hizo que ahora, a sus cuarenta años, su currículum sexual sólo estuviera ocupado por un renglón, con una palabra: Matilde.
Sacó un documento de la carpeta que había recibido como ponente del Congreso al que iba y se concentró en él, aunque no para estudiarlo, ya se lo sabía, sino para evitar la situación embarazosa que podría darse si la mujer del traje de chaqueta y suavemente pelirroja, descubría que la había mirado y pensaba que era un voyeur.
Nada más lejos que eso, Raúl era un hombre ante todo educado y correcto.
Perturbado de todas formas -una persona por bien que aguante el frío no consigue que suba la temperatura- por la cara, el tipo y sobre todo por la robada intimidad que acababa de ver, Raúl puso en la balanza a Matilde.
En una sociedad competitiva, y más aún si has aceptado estar en la línea de salida, luego, durante el recorrido hasta la meta, hay que llevar encima la balanza de pesas y medidas. Para comparar.
Matilde le gustaba. Ella se quejaba de tener unas nalgas sobradas de grasa y los pechos algo caídos. Grouchete lo hubiera explicado perfectamente: "Mamá, al tener masa de más en el culo, por la fuerza de la gravedad éste atrae con más fuerza a las tetas que las tetas a las nalgas, y por eso se te caen ellas en vez de subírsete el culo". Pero Grouchete no entraba en este entierro.
En realidad, el entierro de lo sexual era como en tantísimos casos y casas, algo como de ultratumba, algo al margen de la vida, algo que se vivía en las catacumbas de la sociedad.
Pero él, Raúl, también ahí era feliz, le gustaban los pechos algo caídos y la abundancia en la retaguardia.
Tenía relaciones cuando se lo pedía el cuerpo -Matilde nunca se
mostró esquiva- y además, después de la última Nochevieja, no envidiaba a nadie.
V
Aquella noche Matilde se acostó con ganas.
Después de irse Raúl vinieron unos cuñados con toda la prole. El atenderles, a pesar de la ayuda de la chica, le había agotado, y encima se quedaba a pasar unos días el mayor de sus sobrinos, Enrique, de 14 años, la misma edad que su hijo Juan.
Hacía casi más calor que en Marbella; ella al menos lo notaba más.
Por eso se acostó completamente desnuda, y también, porque, aun sin ella saberlo, las mujeres están creadas de tal forma que su sensualidad crece con su vida, de manera que edad y temperatura sensual avanzan juntas.
A los 17 años la sensualidad de una joven es 17, a los 22 años, la sensualidad es 22; y ahora Matilde con 36 años tenía un grado de sensualidad que no sólo era superior a la de cualquier período de su vida anterior, sino que además, se acercaba a los 40 grados, temperatura febril a la cual hierve la sangre.
Se puso a analizar por qué le gastaría a Raúl la broma del "freno de mano levantado" si ella no era así.
¿Empezaría él a pensar que era una cualquiera..? Se quedó dormida como una bendita, sin poderse contestar.
VI
En cuanto localizó su asiento en el avión, a babor y junto a la ventanilla, se puso a verificar si funcionaban los auriculares del equipo individual de alta fidelidad. Huuummm. Funcionaban, y de maravilla.
Así que cerró los ojos, y montado en la música se dejó llevar.
Esperaba que la visita de su hermano y su familia no hubiera sido muy pesada para Matilde. Aunque a estas horas ya se habrían ido y posiblemente ella, "su amor objeto", ya se habría retirado a dormir.
Pensó en ella como su "amor objeto" porque lo tenía autorizado, de hecho un día, tras asistir a una conferencia en el Liceo en que salió el tema, habían llegado a la conclusión de que les gustaba ser mujer-objeto y hombre-objeto respectivamente, porque si bien es verdad que muchos hombres utilizan a sus mujeres como meros objetos, para presumir, no es menos cierto que también se da en abundancia lo contrario y además, ¡qué caray!, ¿a qué persona no le gusta que presuman de ella?
Él presumía de ella, claro que algunas cosas las presumía en secreto, como por ejemplo el hecho de que ella era "muy mujer" puesto que nunca le dijo que NO cuando él la requería.
Además, aunque siempre utilizaban la postura del misionero -llamada así por ser la más pía- para hacer el amor, la prueba de que también eran "felices en la cama" estaba en que en 15 años de matrimonio no habían necesitado variar.
Salvo una vez. Y le vino la imagen como un caballo a galope tendido. Fue en la última Nochevieja, la habían pasado con un grupo de matrimonios amigos, "en la nieve", en el hotel de una estación de esquí en Suiza.
El grupo de españoles era el más animado de la fiesta, bebieron, saltaron, cantaron, ¡fueron felices!
Luego, al recogerse a la hora del desayuno, Matilde, que estaba radiante de vitalidad, de alegría y de champán, tras desnudarse y desnudarse, dirigió su boca a tumba abierta hacia zonas prohibidas, lo que él subrayó repitiendo el nombre de ella a ritmo de metralleta, animándola así a seguir en su osadía.
Habían enterrado aquella noche-loca bajo paladas de palabrería, disculpas y silencio.
A Raúl no le gustaría que la madre de sus hijos fuera una mujer caliente de ésas.
¿Por qué le habría despedido con esa broma, que no pegaba en ella, de pasarle la mano por la bragueta y decirle lo del freno de mano levantado?
Se sintió incómodo y abrió los ojos para huir de su propio interior.
En el único asiento que había a su derecha, estaba la joven del traje de chaqueta y suavemente pelirroja, y de pequeñas bragas blancas, pensó, añadiendo enseguida aquel dato que tenía él y no tenían los demás.
Estaba mal sentada pues dormía o trataba de hacerlo. La falda tubo permitía ver bien sus rodillas. Se había quitado la chaqueta, y la blusa de amplias sisas y algo escotada, entre sus grandes dibujos de flores llamativas, mostraba, al haberse desplazado más de lo que le hubiera gustado a su joven dueña, un precioso y moreno seno del que emergía, excitante, un impúdico pezón.
VII
Habían acostumbrado a sus hijos a dormir la siesta obligatoriamente durante el verano, porque ese tratamiento habían recibido ellos en esas edades y les había dado un buen resultado.
La música ambiental en alta fidelidad sonaba en todos los rincones del chalet, pues a Matilde si había dos cosas que le encantaban, solía decir en las tertulias, eran, la alta fidelidad musical y la alta fidelidad conyugal.
Los chicos, por la mañana habían ido a la piscina de unos amigos y ahora llevaban un rato en el dormitorio de las literas para echar la siesta.
Una vez recogida la casa, Matilde desconectó la alta fidelidad y encaminó sus pasos hacia el dormitorio.
Al acercarse al de los chicos oyó ruido de risas y aplausos, así que se dirigió a él para poner orden. Vio la puerta entreabierta. Como se sentía feliz, pensó en sorprenderles, para aparentar ante ellos ser la rigurosa directora de un internado inglés, así que se acercó con cautela y miró por el espacio que no cerraba la puerta.
El espejo del armario se convirtió en su cómplice y le mostró claramente lo que ocurría: los chicos, los dos suyos y el primo jugaban a ver quién tenía el pito más grande.
Ella no era una ñoña y sabía que junto con el jugar a los médicos, este tipo de olimpiadas era frecuente en esa edad.
Pero allí había otro chico, con el pene en erección y un desarrollo superior al de Juan y Enrique, y la exhibición contundente del récord que allí se estaba batiendo era lo que provocaba las risas y los aplausos de Grouchete, quien ya que no podía ganar, prefería la victoria de un tercero a la de su hermano y su primo.
Matilde iba a decir algo, pero se quedó agarrotada, sin poder dejar de mirar. Los dos que ahora se comparaban los genitales bravíos eran su sobrino y el otro muchacho.
Ella sabía que había alguien del pueblo cercano, amigo de sus hijos, que a veces saltaba por la ventana invitado por ellos.
Los dos muchachos se frotaban cada uno su órgano para ponerlo más bravo. Enrique se rindió y ella se quedó viendo al campeón al que sus rivales habían dejado presidir el campo.
Subió fuertemente perturbada al dormitorio, se dejó caer en la cama y metiendo la mano en el short hizo que sus dedos se convirtieran en púas, empezando a continuación a peinar el vello de su pubis.
- Mamá, mamá, ven a ver qué pito más enorme tiene Daniel, ven mamá.
La locura de Grouchete la interrumpió cuando ya estaba a punto de acabar su peinado, tras haberse desnudado del todo.
Se tapó corriendo y gritó:
"¿Pero estás loco, qué dices?". Grouchete entró en la habitación como una avalancha; detrás su hermano mandándole callar.
-"Pero, ¿por qué me voy a callar, si lo tiene descomunal, más largo que Enrique y Juan juntos?".
- Grouchete, esas cosas no se van diciendo por ahí, y menos a gritos.
- Mamá, cuando venga papá se lo voy a decir, que he conocido al héroe de cuando él era pequeño, a Daniel Booom.
Matilde agradeció que su hijo la interrumpiera. No sabía lo que le había pasado, si no llega a ser por Grouchete hubiera traicionado a su marido y ella jamás haría eso, y además, ¿qué le había pasado si ella no era como ésas?
VIII
La sincronía entre la alta fidelidad y el moreno espectáculo que ofrecía la suavemente pelirroja se convirtió en sintonía, de forma tal que, cuando ella despertó e intercambiaron palabras, todo era como una obra musical en marcha, y con esa sencillez aparente con la que va produciendo el sonido una orquesta, se produjo todo lo demás: iban al mismo hotel, así que compartieron taxi; iban al mismo congreso, así que compartieron conversación; tenían afinidades políticas comunes, así que compartieron postura durante la cena de la clausura.
De esa manera transcurrió el día.
La ponencia de él y el espectáculo porno que pusieron en la sala de fiestas a la que fueron llevados como detalle de la organización, fueron los platos fuertes.
Cuando se separaron para ir cada mochuelo a su olivo, Raúl ya tendría que haber intentado algo, pues la simpatía y atracción que ella mostraba por él no dejaban lugar a dudas.
Raúl, no obstante, era Raúl. El calor del día aumentaba su pegajosidad por la noche. Daba miedo tener que intentar dormir.
Entonces llamaron a la puerta. Se puso un batín de seda por encima, pues estaba desnudo, y abrió.
Era ella. Pidió unos cubos de hielo de su nevera pues la de ella no tenía.
Mientras él fue a cogerlos, entró. Iba con un albornoz.
Cuando él le entregó el vaso con varios cubitos, cogió uno con cada mano, abrió el albornoz y se los empezó a restregar por los pechos, uno en cada uno.
"Tengo calor", dijo mirándole fijamente.
Raúl, como arrastrado por una fuerza, no pudo hacer otra cosa que buscar el abrazo con ella.
Dicen que los físicos investigan e investigan a la búsqueda de una quinta fuerza que explique el Universo.
Pensad en el sexo, amigos, pensad en el sexo.
Ella era soberbia y una amante excepcional, pero al cabo de una hora, él aún no había conseguido regalarle su virilidad.
Instintivamente, como en tantas ocasiones -si bien distintas- comparó con Matilde, y al ver que aquella mujer era más hembra, más hermosa y más apasionada que su propia esposa, sentía una molestia interior, como un pequeño enfado, por no tener él en su propiedad lo mejor.
El disgusto perturbaba su placer y no pudo ser macho.
- No tiene importancia. ¿Puedes cambiarme 200 dólares para jugar a la ruleta? Sólo tengo euros.
- Ten, ya me los darás -dijo él agradeciéndole la facilidad con que puso punto final a aquella tortura.
IX
Cuando volvió a verse en su coche se sintió bien. Dejó el freno de mano echado para forzar a que él le hablara.
Quería llegar pronto a los brazos de su Matilde y se sentía feliz de que su "freno de mano" hubiera seguido echado la noche anterior, así hoy podía decir "freno de mano levantado".
Matilde esperaba ansiosa a su marido. Agradecía hasta el infinito que Grouchete hubiera llevado su impertinencia hasta donde la llevó.
Ello le había impedido caer y fallarle a Raúl, quien merecía su total fidelidad.
Pero, durante las horas que siguieron, se había visto asaltada por pensamientos obscenos, por eso empujaba con los ojos las manecillas del reloj, para ver cuanto antes a su hombre.
En la casa, el equipo de alta fidelidad estaba a tope, sonando en todas las habitaciones, como a ellos les gustaba.
El encuentro fue precioso. Besos, alegría, saludos, besos de nuevo y, con discreción pero como si supieran lo que querían buscaron la habitación.
Se desnudaron al tiempo. Ella no pudo evitar al verle a él recordar a Daniel.
Él no pudo evitar al mirar el cuerpo de ella reimaginar a aquella mujer hermosa y suavemente pelirroja.
Cada uno, sin saber lo que pensaba el otro, trató de borrar la interferencia correspondiente.
Inútil, a medida que aumentaba la dosis de deseo, la mente, como en una borrachera, era más libre, de forma que cuando llegaron a la postura del misionero, él vibraba más que nunca imaginando que estaba con la mujer de los cubitos de hielo, y ella sentía más que nunca recordando al muchacho olímpico.
Sonaba la música y cada uno pensaba en otra persona mientras hacían el amor.
Sus jadeos eran tan intensos que no notaron el silencio, hasta que Grouchete, como un obús, entró en la habitación gritando:
- ¡Se ha jodido la alta fidelidad!
Paco Molina. Escrito en los años 80 del Siglo XX