LA REFORMA AL REFORMATORIO
“Todo plan de Estudios tiene una cosa buena y otra mala. La mala es que el último plan siempre es peor que el anterior, y la buena es que siempre es mejor que el siguiente”.
Esta frase se la oí, siendo alumno, a uno de mis profesores, y aún hoy me temo que cada día es mas cierta.
El actual plan de estudios sustituyó al anterior con tres grandes características: amplió la enseñanza obligatoria (y gratuita) hasta los 14 años, inventó la evaluación continua y atiborró las asignaturas de tal número de temas (de lecciones) que hoy ya sabemos por qué en España no hay, como en otros países, escuelas para niños superdotados ¡aquí todos los niños son tratados como superdotados!
No parece negativo el dar a la juventud de un país conocimientos básicos durante más años y de forma gratuita, siempre que no se haga de tal forma que por ser los planes de estudio inadecuados e insoportables hasta decir basta, resulte que la gratuidad no sea otra cosa que tirar el dinero.
El plan ahora vigente, que es un plan de estudios de filosofía repetitiva, es bueno en la teoría y pésimo en la práctica.
Un plan de estudios de filosofía repetitiva es el que parte del siguiente principio teórico: metamos en cada curso la mayor información posible, porque aunque los alumnos no la asimilen el primer año, no importa, porque en el segundo le exigiremos lo mismo, y también en el tercero, etcétera.
Con este criterio el resultado final es que al salir por el otro lado de la EGB el alumno sabrá todo lo que dicen los índices de los libros, ya que, por burro que sea, ¡lo habrá oído tantas veces...!
Todo esto ha dado un resultado nefasto y no vale ni una gota de tinta demostrarlo, pues el hecho de que esté en marcha una reforma de la enseñanza no es solo para adecuarse a las nuevas demandas de la sociedad, es sobre todo para adecuarse a las viejas demandas del sentido común, es decir, es un reconocimiento claro de que se ha fracasado.
Por otra parte, la evaluación continua, como su nombre indica, es un ente de ficción, pues no siendo ni la materia continua, ¿por qué iba a poder serlo una evaluación?
Pero es que además la evaluación continua, que nació para eliminar los traumáticos exámenes, solo ha conseguido aumentar estos, al tiempo que los ha revalorizado, porque (¿qué sería de los alumnos si hubiera que clasificarlos día a día, cuando les es materialmente imposible mantener el ritmo de sus numerosas asignaturas?
Porque ese es otro de los grandes problemas, el número de asignaturas y de horas de atención que se les exige a los chavales.
Sirva de ejemplo lo que hasta este curso se les hacía a los alumnos que estrenaban bachillerato.
Tenían que dar ¡33 horas semanales de clase!. Cuando los profesores, porque las tienen que preparar, solo dan 18 a la semana. ¿Es que los chicos no las tienen que preparar?
Como consecuencia de esto, unos desconectan sus mentes aborreciendo los estudios, otros caminan compulsivamente según el ritmo y la tensión que les trae el próximo examen y, por los que quieren ir al día tienen que añadir a las 33 horas semanales las de las clases particulares (¿qué se puede decir de un sistema que sin las clases particulares seria ya un escándalo?) y las del estudio propio, es decir, tiene que aceptar una jornada de trabajo que no consentiría ningún defensor del pueblo.
Pero es que si entramos en una asignatura aislada, ¿qué vemos?
Una sobrecarga tal de temas que impide todo reposo de los conceptos, que impide la insistencia en una cuestión hasta que esta ha quedado verdaderamente asimilada, que impide que muchas clases puedan desviarse hacia la compenetración entre profesor y alumnos sin la sensación de haber perdido el tiempo.
Y nace, claro, el fracaso escolar, que no es mayor porque se van, curso tras curso, bajando los niveles (para buscar al alumno) y porque la no conocida por las familias magnanimidad de los profesores en las juntas de evaluación regalando notas (lo que no tiene nada que ver con los antiguos enchufes), son factores que tapan bastante el desastre de unas enseñanzas que en la práctica son: las básicas, básicamente malas. Y en las medias enteramente mediocres.
Hoy, cuando el Ministerio pide opinión (al margen de que sea o no sincera), los profesores e incluso, para más inri, las asociaciones de padres, se motivan por la búsqueda de soluciones a problemas tan poco relevantes como quien impartirá en los nuevos planes la primera parte de la segunda parte (loado sea Groucho) o sobre la importancia y trascendencia de tal o cual asignatura.
La alternativa, no a la reforma sino a lo hoy existente, tendría que basarse en los principios de dar a los niños y jóvenes ¡confianza en si mismos! ¡cariño por el saber! y ¡conocimientos firmes!
Para ello es necesario:
1.— Que no se sientan agobiados, ni acosados, ni apartados de los juegos y la vida . Por tanto, hasta los diez años bastaría con que aprendiesen la leer, a escribir, las cuentas, las formas geométricas y a relatar cosas.
Que se les hable luego de geografía, historia, animales..., pero a modo de información, ¡jamás para aprenderlo!
Naturalmente no existirían libros de texto, y menos obligatorios .
Después se irán introduciendo las llamadas asignaturas. Pero solo rellenas de la materia imprescindible, de forma tal que permita machacarla ¡hasta que se la sepan los tontos!, que para eso se está en una etapa obligatoria y a nadie se le puede forzar a considerarse o creerse incapaz de aprender.
Así nacerá la confianza que todo humano necesita tener en si mismo.
Lo bien aprendido un curso no es necesario repetirlo en otro, por lo que es posible mantener el criterio de no más de 25 horas de clase semanales.
Para los alumnos, reducir el número de asignaturas por curso y reducir el número de temas por cada asignatura.
2.— El saber, dado en dosis que permitan asimilarlo y disfrutarlo, descubre el atractivo que encierra y ello potenciará en el estudiante un cariño por el conocimiento que, sin duda, le llevará en los ratos libres a querer profundizar en aquello que más le guste.
3.— A la enseñanza secundaria, en sus diferentes opciones, llegarán alumnos que sabrán leer, escribir y expresarse, ¡cuestiones que hoy no dominan el 90 por ciento!
Y, además, existirá la certeza de que los conceptos, ideas y saberes básicos (de verdad básicos) formarán parte de los conocimientos mínimos del recién salido de la etapa obligatoria (en la actualidad, por ejemplo en matemáticas, como dan de todo-en EGB-no saben nada, y no es que no sepan manejar quebrados porque ahora saben lo de los conjuntos, no hoy ni una cosa ni otra).
De esta forma, además, en la etapa secundaria, al ser voluntaria, el alumno elegirá según sus gustos y no según sus fracasos, como actualmente ocurre (ejemplo, la FP).
Habrá de mantenerse en esta etapa, aun con mayor rigor, lo de no más de 25 horas semanales, el inferior número de asignaturas y de temas por asignatura, unido todo ello tal vez a la reducción de las horas a 50 minutos.
Pero, sobre todo, habrá que disminuir el número de alumnos por aula lo más posible, y ello no para hacer así viable la llamada evaluación continua, sino para algo más esencial, para conseguir que los conocimientos lleguen al mayor número de alumnos con garantías de éxito y firmeza.
Si no se le da a niños, niñas y adolescentes un ambiente cálido y racional no vale hablar de calidad de la enseñanza, porque no hay más calidad que la del sentido común, y lo mismo que se entiende fácilmente que un adulto es incapaz de asimilar un exceso de información, debemos, con mayor motivo, entender que los que no son adultos no tienen por qué realizar las proezas de las que nosotros somos incapaces.
A no ser que el fracaso escolar sea necesario como filtro social que no solo quiere apartar del estudio a aquellos que no les guste o no puedan, sino que a lo mas casual se pretende que caigan muchos más.
Si se reforma para mejorar la calidad de la enseñanza conviene recordar que ésta no es otra cosa que el conseguir que los alumnos aprendan mejor las cosas y que sepan sacar provecho a ese saber, es decir, que no solo aprendan sino que también aprueben.
Francisco Molina. Profesor del CEI de Zamora. El Correo de Zamora. Comienzo de los años 80 del S. XX